Un trozo de piedra se desprendió de la fachada de aquel palacete del centro, tenía toda la pinta de ser caliza, típica de la zona, seguramente llegó hasta ahí en un carro tirado por burros. Nadie sabe como llegaron hasta ahí, ni tan siquiera su dueño. hace tiempo que nadie entraba en el palacete, desde que se marchó ella.
La casa señorial tenía algo de especial, misteriosa, descuidada y fantasmal, pero no estaba ni mucho menos deshabitada. Una luz tenue se colaba entre los viejos cristales de la casa, proyectando la sombra de lo que parecía un viejo perchero de diseño de los años 60, sobre los listones de madera del suelo. En la puerta había un letrero que parecía antiguo, sólo se podía leer la palabra "asociados". Con toda seguridad sería una oficina, o un negocio, pero ahora tan sólo era una señorial, antigua y bella casa de mediados del siglo XVIII. En ella vivía alguien solitario. En el patio había lo que parecía un estanque, estaba descuidado, con vegetación casi salvaje. Justo al lado, en vez de un coche se encontraba una preciosa bicicleta antigua, de color verde intenso, de la marca Sprit Nómade. Claramente era de un hombre, por la doble vara del chasis. Al contrario que el estanque la bicicleta estaba lista para ser usada. Se podía intuir el ruido de un tocadiscos que al girar emitía una canción antigua cantada en italiano, saliendo de alguna de las viejas ventanas de madera.
Hace ya diez años que se fue de allí Valentina, que era del Norte, con su acento extraño y sus pintas raras. Tenía el pelo largo y en ocasiones lucía unas gafas bien grandes, para ver decía, aunque muchos creían que para ser vista. En la acera de en frente había una tienda de frutas, donde Matías pasaba todos los días a comprar, y donde trabajaba Valentina. Pero no fue allí donde se conocieron. Fue en el parque, en una primavera soleada, en una tranquila e íntima fuente. Él estaba disponiendo a mojarse los labios cuando ella se acercó y bebió a la vez, juntando sus bocas. El descaro de esa joven hizo que Matías dejara de beber, sobresaltado y sonrojado. Ella se reía con una sonrisa tan dulce que cualquiera se acordaría, aunque pasasen cincuenta años. Valentina era una ratita presumida, y Matias lo intuía. Tenían apenas un par de decenas de años cuando esto ocurrió.
Pasaron unos años hasta que se reencontraron. Antes de eso ella y él tomaron diferentes caminos. Ella sólo venía algunos fines de semana a visitar a algún familiar y él se fue a estudiar fuera. Pasaron largas primaveras y Matías volvió al hogar. Él como de costumbre volvía a casa de trabajar en su verde bicicleta y vio que estaban arreglando el viejo local de ultramarinos. Todo indicaba que iba a cambiar el negocio por otro y se confirmó al ver el cartel de "Y otras frutas". A la semana siguiente los operarios habían acabado el trabajo y parecía que el negocio iba a empezar a funcionar. Tanto es así que una mañana, Matias antes de irse al trabajo fue a comprarse algo para la media mañana. Y allí estaba ella, radiante, con su sonrisa perfecta y sus pintas raras. La reconoció al instante, y ella a él. Desde el momento en que la vio se acordó de aquel instante del beso húmedo de la fuente del parque. Sonaba una vieja canción de los años 50 o tal vez 60 italiana de fondo. Siempre tenía música de época en el local. Charlaron durante un rato y el observó atentamente el anillo que lucía en el dedo de ella, pero no le dio importancia. Él la deseaba y ella tenía pareja, menudo dilema.
Y empezó a ir todas las mañanas a por un par de piezas de fruta, y cada día más pronto. Siempre con música antigua de fondo. Por suerte la frutería recibía mercancía nueva todas las mañanas, bien temprano. Solía desayunar un plátano y se llevaba una pera para la media mañana. A veces cambiaba por recomendación de ella, le ofrecía cerezas, fresas, kiwis... Una mañana ella le dijo que el repartidor no iría a la mañana siguiente. Que si él quería viniera un poco antes, pero que aparcara la bicicleta en la parte de atrás de la tienda, por donde solía entrar la mercancía, que ella le invitaría a desayunar. A la mañana siguiente hizo lo que ella le pidió y al aparcar la bici se dio cuenta de que la puerta trasera estaba entreabierta. Dudando un instante empujó el pomo y accedió a la despensa. Allí estaba ella, como siempre, radiante. Tanto es así que Matías se abalanzó sobre ella y se besaron. Muchos años de deseos habían encerrados en ese largo beso. Valentina le dijo que no se preocupara, que ese día abriría un poco más tarde. Y dentro del almacén se amaron descontroladamente. Tanto es así que Matías y Valentina estuvieron "desayunando" durante semanas sin que nadie sospechase.
Llegaron las vacaciones y Matias se fue de viaje algún lugar cercano a la playa, y Valentina se volvió para el norte. Pasado el verano él volvió a casa, y se encontró con que el almacén de la frutería estaba cerrado, así que fue a la puerta y ahí no estaba ella. En su lugar había una mujer de mediana edad. Él le preguntó y la señora no sabia nada.
Y pasaron los años y Valentina no aparecía. Diez para ser exactos, diez en los que Matías dejó de desayunar en el almacén donde dejó de ser quien era y sólo se dedicaba a escuchar por las tardes, la banda sonora de una vieja película italiana.
Se convirtió en un amante de la noche, cazador de bares, de presas fáciles. Decidió vivir el día a día y olvidarse del mañana, pero nunca se olvidaba de Valentina, la tenia presente a diario.
, todas las mañanas al salir de casa. Tanto es así que el día que cerraron la frutería se sintió aliviado. Aliviado por quitarse un poco de la cabeza a esa chica desgarbada, de pintas raras y gafas, con acento extraño y pelo largo, que a él le encantaba. Poco a poco fue probando y probando y mientras elegía entre muchas pretendientas y otras frutas...
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